Esta tarde por fin he ido a la lavandería, sin duda presionada por la amenaza de una segunda vuelta de braguitas sucias. Como en la cesta había además un par de sábanas he decidido cambiar las de la cama. Entonces he hecho memoria -un momento, tampoco he necesitado mucho más- y he visualizado lo poco que se han aprovechado, lo poco que se han manchado desde que las puse la última vez. Daba hasta pena lavarlas. Como pasa con la camiseta que me pongo 5 minutos en verano para abrir la puerta al cartero, porque con el calor que hace no apetece llevar nada. Como cuando tuve que devolver, con retraso y sin haber tenido tiempo más que de hojearla por encima, la antología de Max a la biblioteca.
Y resulta que me había comprado la funda de edredón -la de oferta de los suecos- que no pensaba usar hasta navidades porque este año, por primera vez, viene toda la familia a casa. Y con la pena de hoy se me ha ocurrido quitarle el plástico del envoltorio y estrenarla. Como una onza de chocolate. Vuelvo a hacer memoria pocos minutos después -porque si algo no tengo, eso es memoria- y la pena reaparece. "¿No estaría bonito inaugurarla un día con espectáculo, con visita? ¿No se merece la ocasión un momento especial?" Como cuando cocino y, sin querer, todo hasta el postre es vegano, y parece de foto de Instagram con un filtro elegante, y tiene un sabor y unas texturas deliciosas... y estoy sola para confirmarlo y para comérmelo durante 3 o 4 días porque no como mucho y volví a cocinar cantidades para 'por si acaso'.
Eso sí, tengo la cama preciosa, limpia y nueva. Bueno, tras fijarme mejor la veo un poco aburrida (no más que mi vida de cama últimamente, la verdad) y creo que intentaré teñir la funda nueva con cúrcuma. La cúrcuma será otra onza de chocolate. Tal vez no debí haber cambiado las sábanas. Tal vez tenía que haberlas dejado en promesa, como la Católica ansiando su reino nazarí a pesar de que tardaba y tardaba el momento de imponer las capitulaciones. Como cuando te arreglas para salir y no sabes 'pa qué', y eso que yo no me arreglo porque no me encuentro estropeada. Como la cama que tampoco está estropeada, porque ya sería mala suerte.
Y es en estos momentos que me entra, desde hace bastantes años pero últimamente con más frecuencia, la duda de si ya no veré más la Alambra, ni los jardines ni el Patio de los Leones. La duda de si ya no tengo especial interés de volver a pasear por sus rincones porque aunque siempre le encuentre un detalle nuevo, siempre es lo mismo.
Pero la pescadilla sigue en sus trece y aunque siempre sea lo mismo, siempre hay un detalle. E incluso si no lo hubiera, estar frente al Albaicín de nuevo, simplemente, sin más, ya es puro placer. Así que creo que seguiré cambiando las sábanas con alguna demora pero sin promesas innecesarias y arriesgadas. Y mañana saldré a la calle al aperitivo, por si cambia la racha y coincido con alguien para la siesta. Porque, eso sí lo tengo claro, me da igual que se trate de tener ocasión de justificar un lavado de sábanas, que de apreciar en compañía lo apagada que resulta la funda nueva. Como cuando hablas de comer bien que puede ser barbacoa completa con sus excesos y manos de carbón y grasa, o escuetos pinchos elaborados que se acercan a la boca con esbeltos e higiénicos palillos.
Algún día será el último y no habrá más, como para todas las cosas, como para todo el mundo, pero de momento voy a seguir decepcionándome e ilusionándome con las rachas... y cambiando, al menos cada algún tiempo, la ropa de cama. De momento, esta noche, al calor del edredón haré mi propio estreno con y como quiera. Otro día, ya si eso...
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